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miércoles, 14 de junio de 2017

ELOGIO DE AZORÍN




JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ                   "LA VOLUNTAD"
El guía turístico se encuentra en el vértice de la esquina de la calle Misericordia con la del Maestro Victoria, enfrentado a un cartel metafísico que desde la fachada de una conocida librería recuerda los años -desde 1896 hasta 1902- en que el novelista Pío Baroja habitó en ese mismo lugar. Debe apuntarse que la placa metálica también menciona el hecho de haber publicado en esa época el novelista donostiarra sus primeras obras literarias. Inesperadamente algunos de los asistentes reclutados comienzan a dar signos de cierto sonambulismo y se apoyan sin recato contra la fachada opuesta, lo hacen justo en el momento en que éste mismo guía del que hablamos reseña el año de 1902, uno de los más importantes en la historia de la literatura española contemporánea. El tráfico humano -a esas horas de la mañana previas al aperitivo tan típicamente madrileño- es correoso y colorido. Un grupo muy numeroso de familias han acudido al reclamo de las fiestas navideñas. Clamores y emociones infantiles, bocinas -un tanto atenuadas por respeto a una alegría que se palpa en el ambiente-, junto a globos de gas de colores sintéticos, surcan un espacio cada vez más reducido para paseantes y curiosos, mientras varios miembros de la Policía Municipal, con sus uniformes azules de franjas amarillas refulgentes, intentan deducir el momento en que deberán intervenir para aliviar el caos existente. Desde los gigantescos altavoces de un cercano centro comercial una voz de mujer anuncia la inminente aparición de Sus Majestades. Las madres sacan pañuelos blanquísimos y restriegan las narices de sus pequeños que se resisten, en tanto los abuelos, algunos aun no han abierto la boca en toda la mañana, se ahorcan aun más fuerte con sus bufandas. Hace un frío de abismo.

El guía hablaba de ese año de 1902 como si se tratara de una revelación que él solo conociera, el año de la publicación de varias novelas que marcaron el arranque de la nueva narrativa española contemporánea, y lo hacía mencionando, la placa conmemorativa parecía obligarle a ello, el "Camino de perfección" de Baroja en primer lugar. Le siguieron, decía, "Amor y Pedagogía" de Miguel de Unamuno, "Sonata de Otoño" de Ramón del Valle-Inclán y finalizó con "La voluntad" de José Martínez Ruiz. En esas obras, continuaba argumentando, los autores citados intentan romper las pesadas cadenas del realismo que, desde la segunda mitad del siglo anterior, parecían atenazarles. Apuntó, tratando de conectar los hechos literarios con los meramente históricos, como el todavía muy reciente Desastre del 98, ayudó a crear un ambiente de denuncia de la decadencia secular española y de la necesidad -recuerdo que indicó "perentoria"- de una renovación en todos los órdenes de la vida y de la sociedad del momento. "Tienes que repetirme esas novelas que has dicho..., para que me las apunte, y a ver si leo alguna...". La que ahora habla se llama Clara, y se cree con el suficiente arrojo para irrumpir en el centro de la escena y de paso, como quien no quiere la cosa, hacer que el resto de los asistentes se fijen en el foulard de seda que estrena esa mañana. El guía solo tiene ojos para sus ojos de anaconda.

Lo más resaltable, lo más importante, continua el guía en su síntesis, es que esas novelas, algunas más que otras, suponen una ruptura total con el estilo predominante de los escritores entonces ya consagrados, los Galdós, losPereda, los VarelaCampoamor... Y "La voluntad" de Martínez Ruiz es -todavía no ha empleado su alias artístico- es, como digo, quizás la más interesante entre todas ellas, la más atrevida, la más....¡cómo os diría..., la más excitante! Los ojos de Clara se sorprenden entonces con un rubor extraño de ágata.

A mitad de la ruta literaria, cuando los primeros síntomas del hambre empezaban a arañar los estómagos de la limitada concurrencia - tres mujeres entre los 35 y 40 años y una pareja de gays tatuados hasta las orejas- el guía hace un alto para invitarles a un bocado y así descansar un rato. Aprovecha entonces para hablar de las influencias literarias y filosóficas de los autores, que si el Arcipreste de Hita o Gonzalo de Berceo, del romancero del siglo XVI, de Juan de Timoneda.Que si Miguel de Montaigne Ángel Ganivet para arriba oKantSchopenhauer y el positivismo de Auguste Comte para abajo -con estos últimos no comulga tanto un Valle-Inclán- que, como se encarga de apuntar el guía, va por libre como casi siempre. Cuando la camarera del local, una chiquita de grandes pómulos y cara de tortuga, les pregunta qué tapa prefieren con las bebidas, el guía aprovecha para contarles la anécdota del menú de la comida que Martínez Ruiz organiza ese mismo año de 1902 para homenajear a un Baroja que acaba de publicar su "Camino de perfección". "Cazuela de arroz con despoxos. Alcauciles rellenos. Terneruela apedreada con limón ceutí. Pescado cecial. Cordero asado. Frutas. Queso. Valdepeñas tasaxeño y brebaxe de las Indias". La sonrisa unánime de los asistente hace reflexionar a nuestro guía y le confirma que, de seguir así, conseguirá su último propósito.

Desde los altos de la calle Leganitos hasta el anchurón de la Plaza de España se adivina un hervor humano que todavía está por definir. Según van bajando los invitados del autor, aparecen nítidamente pequeñas banderolas blancas y amarillas que, ondeadas por un sinfín de manos, cambian con su agitación la línea de un horizonte antes inmóvil. El guía pregunta a un viejo que tiene pinta de enterao - han abundado siempre este tipo de ciudadanos en Madrid- y a lo que parece dizque la muchedumbre se ha congregado para rogar a San Ramón Nonato que Su Majestad la Reina para varón. "¡Que se llame como su padre, Felipe!"..., gritan unas chicas rubias, ¡"ca"!, se indignan otros -entre los cuales se encuentra una larga cuerda de soldados borrachos- "¡que se llame Froilán, como su primo"! El guía, que está a la que salta, con una sonora carcajada convoca a su alrededor la atención de sus amigos y les cuenta cómo el famoso padre Claret, preclaro hijo de la Religión, peregrinó a Roma con doce millones de reales en el bolsillo para convencer al Papa Pío Nono que promulgase una bula, privadísima eso sí, que permitiera a nuestra reina Isabel IItener relaciones extramatrimoniales. Nota como Clara se acerca a su lado y siente un siseo de gelatina en su espalda.

Nuestro guía protagonista camina con su séquito hacia los jardines del Templo de Debod (última parada de la ruta), ya dejada atrás la Plaza de España, y se encuentra tentado de liberarse del argumento del autor. Pero dejemos esta disyuntiva para más adelante mientras "La voluntad", dice, al igual que las otras obras citadas de ese año 1902, es una novela de aprendizaje donde Martínez Ruiz ha volcado, junto a su experiencia literaria anterior, el variado aprendizaje vital atesorado hasta entonces. La narración sin fábula, sin principio y sin final, hecha novela, contada a fragmentos porque lo más interesante es plasmar el instante mismo en que vive el personaje, aunque su situación sea imperfecta o anormal. Donde el argumento se va construyendo mientras discurre la acción de la obra, ausencia de la clásica materia narrativa, la del realismo y el naturalismo de nuestros mayores, porque normalmente en la vida no ocurre apenas nada digno de ser contado, tan solo si acaso el viaje iniciático del protagonista, muchas veces alter ego del que pretende con su huida una regeneración interior. Y mientras viaja, reflexiona y nos cuenta sus opiniones sobre la literatura, la filosofía, la Fe y la Religión, sus sensaciones sobre una Castilla, cada vez más despoblada de gente y de emoción, trasunto de un país enfermo, anclado en una educación retrógrada, fruto de un pasado levítico.

El guía ha propuesto a Clara un corto viaje hasta Toledo, aquella ciudad entonces mística que reivindicaron con su contínua presencia Azorín - se da por fín cumplida relación del alias del autor de la obra- , Baroja y Ramiro de Maeztu, antes Galdós, poco después Gregorio Marañón. Verán pasar desde los ventanales del tren el paisaje en movimiento de una parte de la llanura manchega, la más septentrional. Un cúmulo de colores que, según la hora en que lo hagan, cambiará del mortecino tono blancuzco de los sembrados yermos de maíz hasta el pardo, ya medio apagado al atardecer, de los tomillares, y es que ha nevado la noche anterior. Los trenes, a pesar del mal tiempo repletos de turistas, salen desde la estación Atocha y llegan puntuales hasta el hermoso edificio neomudejar de Toledo y allí, entre antiguas paredes que asemejan miles de onzas de chocolate a punto de perder el equilibrio, cogen un coche de punto para llegar hasta la Plaza de Zocodover. Suben caminando hasta la calle de la Plata y cerca de un mirador alquilan un cuarto por horas. El guía, sorprendido por la palidez cadavérica de Clara no resiste la tentación y dulcemente le recita un verso de Juan Ruíz: "Así estades fija, viuda et mancebilla / Sola y sin compannero, como tortolilla / Deso creo que estades amariella et magrilla". Ella sonríe, extiende sus brazos alrededor del cuello del guía y aprieta los anillos: "Cámbiame tú la color, si puedes".

miércoles, 13 de abril de 2016

ANDALUCES DE JAÉN



ALMUDENA GRANDES                      "EL LECTOR DE JULIO VERNE"
Me vienen ahora a la memoria, recién terminada la lectura del libro de Almudena Grandes "El lector de Julio Verne" (segundo trabajo perteneciente al meritorio esfuerzo de recuperación histórica en que la escritora madrileña, a través de los llamados "Episodios de una Guerra Interminable", se encuentra inmersa en su última producción literaria) los recuerdos de mi infancia acaecidos entre 1962 y 1964, cuando al igual que Nino, el principal protagonista de la novela, tenía yo entre 9 y 11 años de edad. Ocurría entonces, sin tener siquiera un mero atisbo de coincidencia, un cierto paralelismo campestre y literario que, transcurridos muchos años después, pareciera que hiciera ahora también de mi persona un (co)protagonista inesperado del libro de Almudena Grandes. En esos dos años de infancia, ya cercana la adolescencia (aunque todavía muy presente la edad de la inocencia), que en el caso de Nino suceden entre los años 1947 y 1949, estaba yo maravillado por la lectura de los libros de aventuras de Karl May, y sus páginas tenían  una feliz continuidad tanto en los juegos posteriores en un misterioso jardín de un pequeño pueblo cercano aSalamanca, como en la formación de la personalidad y el carácter del autor de esta entrada. Lo mismo le sucedió, sin yo saberlo, a Nino, quince años antes, aunque en situaciones bien distintas a las mías.


Uno de los grandes aciertos de "El lector de Julio Verne" es el clima y el territorio. "La gente dice que en Andalucía siempre hace buen tiempo, pero en mi pueblo, en invierno, nos moríamos de frío. Antes que la nieve, y a traición, llegaba el hielo. Cuando los días todavía eran largos, cuando el sol del mediodía aún calentaba y bajábamos al río a jugar por las tardes, el aire se afilaba de pronto y se volvía más limpio, y luego el viento, un viento tan cruel y delicado como si estuviera hecho de cristal, un cristal aéreo y transparente que bajaba silbando de la sierra sin levantar el polvo de las calles". Un clima que perfila y transforma la geografía del pueblo protagonista de la novela, Fuensanta de Martos, en las estribaciones de la Sierra Sur de la provincia de Jaén, más abajo de Sierra Morena. Gélida en invierno, cálida como un yunque durante el estío, la región penibética en la que sucede la acción cambia de orografía y de paisaje según varían las estaciones del año, y así, al unísono, se modifican sus personajes, sus hábitos sociales, su carácter y su papel como pueblo. El campo, el monte bajo y la sierra con sus crestas, los caminos que llegan a las ventas y cortijos diseminados por mil senderos distintos, el río y las pozas llenas de cangrejos, el aire siempre, todos forman un tapiz de hermosísimos colores y olores diseminados, la paleta de la autora traza con mano segura un ambiente de esmerada escuela paisajística, fragancias de miel y de jara.

Igual de logrado que el territorio aparece caracterizado el mismo pueblo de Fuensanta de Martos, con sus calles llenas de polvo, las tabernas siempre abiertas, las casas blancas construidas entre estrechas esquinas, las ventanas mostrando en sus enrejados los crespones negros que muchos de sus habitantes, en un alarde de valentía, mostraban ocasionalmente para protestar por su situación y dar imagen a la represión de la peor hora del régimen franquista (que ya duraba 10 largos años); un pueblo cuyos vecinos se hallan sojuzgados por el terror de una guerra interminable. Muchos hombres del mismo pueblo y de otros de la comarca (TorredonjimenoLos VillaresCastillo de Locubín...) han huido a la sierra, se han subido al monte para continuar a su manera la lucha contra la dictadura franquista, como miembros del maquis, como guerrilleros que, a lo que más que pueden aspirar es a no dejar más viudas ni huérfanos en el llano, a huir en algún momento propicio a Francia. Entre ellos se encuentra Cencerro, alias de Tomás Villén Roldán, el más famoso de los guerrilleros de la Sierra Sur, personaje real que, al igual que otros tantos que aparecen en la novela, sorprende al lector por su arrojo y su lucha desesperada, por el fuerte compromiso social e imbricación familiar con sus paisanos, por una arrogancia rayana con el más típico y bienhechorbandolerismo andaluz, por sus muchas muertes y resurrecciones.

Si Cencerro actúa como protagonista idealizado en la supra-pantalla panorámica de la novela, es Nino, el chaval que entre 1947 y 1949 cumple sus nueve, diez  y once años, el personaje principal y central de la misma. A su alrededor, como satélites perfectamente delineados, le circunvalan  su padre, el guardia civil del pueblo Antonino Pérez, Pepe el Portugués, un paisano solitario que vive la vida a su manera, alejado de los propios términos municipales, a su antojo y sin compromiso aparente y Elena, una maestra tardía y comprometida en enseñar a Nino la vía de escape de la literatura (esta vez utilizando de forma acertada al escritor francés Julio Verne, paradigma de la mejor novela de aventuras juvenil), la lectura y la conversación compartida como mejor método de educación y formación moral. La madre de Nino, Mercedes, crudamente retratada por la escritora, en una grandeza descriptiva que la sublima como la gran mujer de la novela, el sargento Manuel Sanchís, sin duda el mejor y más logrado secundario de la acción, los hombres del pueblo de Fuensanta de Martos, todos apodados con los típicos motes localistas, igual que sus mujeres y familiares, la mayoría de ellos presos en un mundo sin posible escapada, atrapados en un círculo viral de muerte, de tiros en la espalda, de aplicación de la ley de fugas, de sospecha contínua de colaboración con el enemigo.

Almudena Grandes utiliza en numerosas ocasiones la elipsis temporal para desarrollar la técnica narrativa en sus novelas. En este caso de "El lector de Julio Verne" no deja de hacerlo sin la maestría que la caracteriza. El mero transcurso de la acción, bien sea en su proximidad más cercana o en la lejanía que va ligando la historia de la novela con otras secuencias que aparecen, por ejemplo, en su anterior obra de "Inés y la alegría", otorgan al libro una perspectiva histórica que adquiere mucho más significado si se ha leído esa su primera obra de sus "Episodios de una Guerra Interminable". Bien sea en el tramo corto de la acción, con ese método de escribir según ocurren las cosas y según piensa el protagonista, sin importar si lo escrito liga aparentemente con lo que sucede a continuación (casi siempre lo hace...), o bien sea en la descripción de los acontecimientos más prolongados en el tiempo, y que culminan casi 30 años después de aquel año inicial de 1947, la acción de la novela no decae en ningún momento, manteniendo siempre atenta la mirada del lector.

Si tuviera que poner una pega a la novela de Almudena Grandes no lo haría, como el conocido crítico literario J. Ernesto Ayala-Dip así hizo en su breve artículo publicado en el suplemento Babelia de El País , en el momento de la aparición de la novela (marzo de 2012), basándome en la apreciación de grave error de bulto que para dicho crítico supuso el agregar una cuarta parte a la obra, un añadido histórico de apenas 12 páginas que, según él,  rompe el criterio soberbiamente elíptico de la novela. Injusta acusación para tan poco recorrido narrativo. Suena cuando menos exagerado que en apenas una docena de cuartillas, sobre un total de más de 410, se vaya al traste la obra o deje de considerarse a la novela de Almudena Grandes como un producto bien acabado. Esta breve addenda que añade la escritora en la parte muy final de "El lector de Julio Verne", y que es semejante a la que mucho más extensamente incluyó (también al final del libro) en su anterior "Inés y la alegría", tiene como motivo fundamental el dar al lector una información básica sobre el entorno histórico en el que se desarrolla gran parte de la novela; la exposición de una realidad, narrada con tramos de relato periodístico si se quiere ver así, que facilita al interesado la visión de unos acontecimientos reales y que forman parte de la estructura misma de la novela.


No será así. Mi pega, el desencanto final con la, por otra parte, magnífica obra de Almudena Grandes es la impostura que, en una parte no menor de la novela, se hace con la voz de Nino. El protagonista que tiene que hablar, razonar y actuar es el Nino de 9 a 11 años de edad que, al igual que los personajes de las muchas novelas de Julio Verne que va leyendo, sobrevive desigualmente en su difícil infancia de posguerra. La voz, la razón y las explicaciones a la acción narrada con las que se encuentra el lector, sin embargo, pertenecen al relator de la novela, un Nino 30 ó 40 años más viejo. La voz de la  inocencia de la infancia, que se presupone actora en el relato, se sustituye por la voz del análisis y del razonamiento de la madurez del Nino mayor y, al cabo, en muchos de los diálogos de la obra, en no pocos parajes de la misma narración, existe una sensación de suplantación, de una voz debida a un niño y robada por un adulto, un niño de 9 años que no puede pensar así, no puede actuar de esa manera, no puede hablar como si fuera mucho mayor. Esa es la sensación que queda, la de una usurpación. Una lástima.

martes, 15 de diciembre de 2015

HOMENAJE A UNA ESCRITORA MADRILEÑA





ALMUDENA GRANDES                        "INÉS Y LA ALEGRÍA"
No soy un tipo recomendable. Lo digo porque si aun quedara alguna mujer entre las lectoras de este blog después que sepan que entre mi extensa biblioteca apenas existen una veintena de escritoras,  dudaría con razón que continúen dándome su apoyo (si es que lo tuve en algún momento). La muy inmensa mayoría de los libros que ocupan sus baldas están apropiadas por autores masculinos que, he de decirlo con rubor de hombre acomplejado por el hecho confesado, me han aportado (y lo siguen haciendo) momentos de intensa felicidad. ¡Qué se le va a hacer!..., pensaría de forma poco ecuánime cualquier persona que no dispusiera de un argumento convincente para explicar este fenómeno. Créanme si les digo que esta tan atentatoria situación en contra de la igualdad de género bibliotequil, nada le debe a una pretendida educación machista del autor de estas letras, si no que más bien se correspondería con la ignorancia (acumulada durante demasiados años) de la existencia de muchas y buenas escritoras. Ignorancia no de no conocerlas, si de desechar la propuesta literaria que me pudieran aportar.

Esta entrada pretende reivindicar, entre los varones sujetos a similar estado, a la mujer escritora y, con tal fin, presento en este estrado la figura de una de las pocas autoras que han tenido el honor de representar en mi librería la grandeza de las innumerables ausentes, Almudena Grandes. Madrileña como yo, y me atrevería a decir casi de mi quinta hasta que veo que nació 7 años después que yo lo hiciera, con lo cual he de reconocer que le llevo una primera comunión de ventaja. Bien mirado, no es tanto.


De Almudena Grandes leí hace ya muchísimos años "Las edades de Lulú", un libro que ganó en su día (allá por 1989) el Premio La Sonrisa vertical, en su XI edición. Certamen literario (cuyo maravilloso título solo podría haber sido ideado por el genial y añorado Luis Gracía Berlanga), que recogió bajo su Colección de erótica, a una serie de autores que  desde 1979 hasta el año 2004 pusieron un poco de sal y pimienta a un panorama literario español tan tradicionalmente rácano en reflejar escenas subidas de líbido.

Confieso que hasta hacerme con el libro de Almudena Grandes que hoy me ocupa (allá por octubre de 2010, sigo poniendo la fecha de la adquisición de cada ejemplar en la portada...) "Inés y la alegría", primer título de su serie Episodios de una Guerra Intermionable, tenía a la autora (como a tantas otras, aunque no seguiré en este momento martirizando mi confesada falta) desterrada en el jardín del olvido. Sabía de ella, conocía su filiación política, leía alguno de sus artículos en la prensa, escuchaba sus entrevistas en los medios (siempre interesantes), y poco más. Fue precisamente una crítica literaria al libro en cuestión la que me animó a adquirirlo y (¡ay, como tantos otros!...) agruparlo en la balda dedicada a la editorial Tusquets a la espera de una futura lectura (5 años después).

La espera en la lectura de esta "Inés y la alegría" no diré que mereció ninguna pena, ya que aflicción debería suponer el haber relegado durante tanto tiempo ese ejercicio, pero tengo la sensación que ese olvido poco pasajero contribuyó a dejar un cierto poso de reclamo en el libro; una especie de sedimento omnipresente y que, de vez en vez (cuando repasaba los títulos agrupados en la lista de espera para su lectura), me llamaba la atención por el retraso en meterme con él definitivamente. Interés que, curiosamente, se reavivó cuando un compañero (y sin embargo amigo) del colegio me preguntó entre partida y partida de mus si conocía la figura de Jesús Monzón, protagonista principal de esta novela de Almudena Grandes. 

(Nota del Editor: Como ya se habrán percatado los pocos lectores que hayan tenido la paciencia de llegar hasta estas líneas, el ponerse a escribir sobre un libro, sin decir absolutamente nada de su argumento al cabo de interminables líneas de palabras, es algo que rozaría el descaro o, aun peor, la tomadura de pelo. Créanme si les digo que el autor no pretende engañar a nadie, y que, en ocasiones, doy fe que él mismo considera que es la propia mano del autor la que, liberada de la tiranía de la razón, impone su propio criterio, siendo este uno de esos (in)felices casos.)

"Inés y la alegría" es (seguro que ya lo habían adivinado...) una novela histórica de amor. De amor por la figura real de la que trata el libro, la de Jesús Monzón, seductor dirigente del PCE en el primer exilio francés, una vez concluida la Guerra Civil española. De amor y reconocimiento por su papel en la organización que la UNE(Unión Nacional Española) tuvo en la invasión de parte del Valle de Arán por fuerzas de la resistencia republicana en octubre de 1944. De amor y homenaje a la memoria de un puñado (bueno, algo más, unos 4.000 hombres...) de españoles que creyeron en la ilusión de que, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial y con apoyo de la victoria aliada, su lucha encendería la mecha definitiva para el ocaso y derribo definitivo del régimen del dictador Franco. De amor entre una mujer, Inés, y un hombre, Galán, que año a año, desde el mismo inicio de la aventura, hasta los primeros pasos de la época de la Transición, nos cuentan su experiencia de combate, de resistencia y de afecto humano.

He de decir también que encuentro un símil muy apropiado entre la conocida envergadura corporal de la autora madrileña y la amplitud de su propuesta como escritora, por lo menos en esta novela. Y es que, en el mejor sentido del término, la prosa de Almudena Grandes es abusiva, supone un torrente de palabras que, tanto en los diálogos como en las mismas expresiones y desarrollo de los pensamientos internos de los principales protagonistas del texto, cae sobre el lector para dejarle medio ahogado por la riqueza de imágenes y sensaciones (¡ah!...la cocina, gran hallazgo como uno de los hilos conductores de la novela) que le produce su lectura. Prosa opulenta y de buena digestión para el lector acostumbrado a no hacerle ascos a las elipsis temporales, a los cambios de escenarios que otorgan voces a los protagonistas relatores y a sus contactos con otros muchos nuevos que van sucesivamente apareciendo (especial mención a las figuras de La Pasionaria y de otros dirigentes comunistas de la época)

También prosa fecunda, bien informada y excelentemente relatada en todos aquellos pasajes de la novela, estratégicamente situados entre las más de 700 páginas del libro, que sirven de apoyo documentado para relatar la verdadera historia de los personajes y acontecimientos reales de los que se sirve la autora para conformar el esqueleto estructural de la novela. Una España, la de 1944, escarmentada por una represión feroz y entumecida por un miedo atávico a cualquier otra opción que no supusiera la resignación al régimen franquista. La parte final del libro, en donde la autora explica el por qué de la novela y el hecho de pretender ligarla a otros nuevos títulos que, bajo el epígrafe de Episodios de una Guerra Interminable, den continuidad a su propia visión de los acontecimientos vividos en nuestro país desde 1944 hasta 1964, ofrece, además de un homenaje al maestro Galdós y a sus Episodios Nacionales (tan queridos por esta casa), un augurio de nuevas y femeninas lecturas.

martes, 13 de octubre de 2015

VIAJE IMPRESIONISTA



PÍO BAROJA                               "LA DAMA ERRANTE"
La cancelación temporal (perdonáremos, no obstante, a la bendita lluvia como causante) de la VI Ruta Barojiana me dio felizmente pie para releer la inicial novela de la trilogía "La Raza", "La dama errante". Trabajo de don Pío que leí hacia octubre de 1981 (fecha, me atrevo a indicar, que fue de primera lectura de la obra según lo apuntado en la anteportada del libro que entonces compré). La memoria que, en estas horas ya de inicio del declive, no sirve para mucho más que almacenar datos y hechos casi siempre deslabazados, nada hizo por ofrecerme siquiera una pista de la trama y acción de la novela. Tuvo que ser la excelente introducción de Magdalena de Pazzi Cueto (recogida en el Tomo III de las Trilogías del autor vasco publicadas por la Biblioteca Castro), la que me puso de nuevo al tanto del entramado histórico en que se basa el guión narrativo de esta primera obra de la trilogía (que se completa, como es sabido, con las novelas "La ciudad de la niebla" y "El árbol de la ciencia").


Entramado que tiene como base histórica el atentado anarquista de Mateo Morral contra los ReyesAlfonso XIII y Victoria Eugenia ocurrido en Madrid el 31 de mayo de 1906, precisamente el día de la boda de ambos. Acción violenta que causó una impresionante conmoción en la capital de España y que, sería extraño que no ocurriera de otra manera, afectó también el ánimo y la sensibilidad de muchos habitantes de la ciudad, entre ellos la de un joven Pío Baroja que (desde hacía aproximadamente 10 años) ya era vecino de la villa.

Novela de grandes personajes y tipos y que, en base al hecho trágico que narra, pareciera que debería centrar la acción más bien en el autor de tal suceso que en otros protagonistas. Por el contrario (sin dejar de constituir a éste como uno de los ejecutores principales de la obra), queda relegado el autor anarquista Nilo Brull (trasunto del autor material Mateo Morral) al papel de un mero mecanismo de engarce con el resto de los personajes. Son éstos últimos intérpretes principales, entonces, los que se mueven en un paisaje urbano proclive a la recepción ideal del anarquismo (de ninguna manera dibujados como activistas en primera línea de la causa) y que, como consecuencia de una aparente aceptación de lo inevitable del hecho consumado (y de cierta responsabilidad encubridora), viven muy directamente los resultados del terrible atentado.

Son estos personajes dominantes el doctor Aracil y su hija María. El primero un fatuo profesional médico, reconocido en las tertulias y salones por su frase pretendidamente ingeniosa pero, como bien se encarga Baroja de reseñar, muchas veces vacía de sentido y contenido racional. La segunda (una mujer muy del gusto del autor donostiarra), libre en su formación académica, independiente en su criterio vital y, también pero de una forma que va progresando según transcurre la novela, decepcionada admiradora de un padre que demuestra menor valor y decisión en los momentos más duros. Iturrioz y Venancio, otros dos personajes señalados en la obra, ofrecen los tipos de contrapunto al carácter presuntuoso de Aracil y de sostén a la figura de María. El primero como tipo ingenioso, racional y decidido (no es baladí su apellido vasco al resaltar estos atributos...); el siguiente como hombre centrado en la ciencia, de bondad natural y cierta reclusión social aceptada.

Sin duda, si buena es la caracterización del Madrid de principios de siglo XX (en un Baroja que ya domina el realismo documental urbano de la época), mejor aun es el desarrollo posterior de la obra que, por necesidades de la huida de Madrid del padre y de la hija, se desarrolla entre el extrarradio de la ciudad y el itinerario planeado hasta la frontera portuguesa. Progreso de la novela que nos presenta, también con mucho acierto, tanto un conseguido intercambio de papeles, donde una supuesta fortaleza masculina cae ante la mayor inteligencia y disposición anímica de la mujer, como la necesidad del disimulo y el cambio de identidad que, mientras dure el camino hacia libertad, se necesita por razones de supervivencia. La inicial debilidad del padre irá desapareciendo en los momentos finales de la novela mientras que, se supone que remedo de la fragilidad física de la hija, el mayor desgaste corporal hará mella precisamente en ella.

Es ese viaje de Aracil y María (que les lleva a recorrer el camino entre Madrid y Portugal), el que les presenta como actores de los mejores momentos de la novela. Desde su primera y fingida reclusión pseudo-erótica en una sala de baile de la época, hasta la salida como prófugos de la ciudad, ya aceptada tanto su doble identidad como la farsa del papel que deberán representar a partir de entonces. Entonces es cuando Baroja, pueblo a pueblo, desde las primeras villas cercanas a Madrid, recorriendo las estribaciones meridionales de Ávila y el norte de Extremadura, nos acerca a la España rural profunda del inicio del siglo XX. Arrieros, peones, labriegos, venteros, guardas, leñadores, curas, terratenientes. Tipos todos que muestran la más de las veces la condición de un país sometido a la desidia del Estado, la fuerza del cacique y sus lebreles, el abandono del propietario y la miseria de los más. También la socarronería de un clero casi simpático, la golfería de los pillos de caminos, las fiestas y costumbres populares al filo, algunas de ellas, del salvajismo, los cantos folklóricos y el ladrar lejano de los mastines.


Baroja, acompañado de su hermano Ricardo y de Ciro Bayo, viaja por Extremadura en los primeros años del siglo XX. Esta experiencia le sirve para tomar notas de los muy numerosos lugares visitados y, al poco tiempo, culminar con éxito en 1911 la escritura de "La dama errante". Don Pío siempre se ufanó en calificar esta novela como "impresionista", fiel reflejo de los paisajes observados y de los sentimientos que los mismos le inspiraban. Así, de esa manera, aparece el Baroja mejor pintor cuando, pincelada a pincelada, va describiendo los mejores colores de la Sierra de Gredos (frontera monumental en los límites espaciales del viaje de los protagonistas), los vértices más angostos de los caminos (incluido el chispazo del casco de las caballerías contra las piedras de las majadas...), el olor de los pajares y el rocío de la hierba matutina,...el calor del hogar en las ventas y el estrépito líquido del río Tietar.

Por ponerle un par de peros a la novela; comentar el carácter forzado de la salvación "in extremis" que Venancio y el corresponsal inglés Gray realizan sobre la pareja protagonista del doctor Aracil y su hija. Quizás hubiera sido más interesante prolongar la aventura y buena (o mala) estrella de los personajes durante el trayecto final de su huida. También la ya casi manida impresión del carácter anodino y apagado del ciudadano tipo portugués, que Baroja expresa al final de la obra (cuando los protagonistas se recuperan en Coimbra antes de su viaje definitivo a Londres). Las mismas opiniones las expresó el Unamuno de la época, pero el bilbaino las fundamentó de una forma mucho más contundente.

viernes, 23 de mayo de 2014

SALIENDO DE MADRID HACIA EL NORTE.





"HALMA"                                   BENITO PÉREZ GALDÓS
Para el lector de Galdós suele ser de interés el adentrarse en la secuencia temporal y narrativa de sus obras, cuestión que queda, por ejemplo,  meridianamente clara en sus "Episodios Nacionales",(con el ambicioso friso histórico que abarca gran parte del devenir de España durante el siglo XIX), pero que puede resultar de cierta complejidad cuando alguien se zambulle sin tal conocimiento en el resto de sus obras. Y afortunadamente puede saltar la sorpresa cuando, al cabo de un buen tiempo de lectura de un libro concreto,  nos enfrentamos, sin ese conocimiento previo aludido, al hecho de la continuidad temporal y narrativa de otro trabajo del mismo autor, leído inmediatamente antes. Tal me ocurrió durante el transcurso de la lectura de "Halma" que, si bien está datada (octubre de 1895) poco después de la culminación de "Nazarín" (mayo del mismo año), ignoraba en su conjunto que era la continuación de las aventuras y vivencias del protagonista de ésta última.

Y no solo se trata de una secuencia narrativa y temporal, la de "Halma" hilvanada a la sombra de los acontecimientos previamente narrados en "Nazarín", si no que esa continuidad se presenta al lector bajo la atrayente figura de una protagonista que funciona como un fiel contrapeso de aquél personaje que ocupó la acción principal en la novela anterior. Frente al actor de "Nazarín", presunto héroe de la abnegada santidad confundida con la locura, la actriz de "Halma", heroína y aristócrata traicionada por el destino y visionaria de un futuro en común con su "alter ego" masculino. Galdós, además, como arquetipo del más potente narrador de la literatura española moderna (valga esta acepción para cubrir un panorama que abarcaría los últimos 150 años) se sirve de la herramienta de una voz externa, como relatora interesada en dar a conocer la más cercana realidad de la historia que nos cuenta, y de la inclusión de la referencia al texto anterior, esto es, del propio relato de la novela de "Nazarín", (como conocimiento que poseen los protagonistas de "Halma") para refrendarla o, así ocurre en otras ocasiones, para desdeñar esa historia como falsa o incongruente.

Doblez, por lo tanto, constante en la estructura anímica y en el propio contenido de "Halma"; lo femenino frente a lo masculino, lo solamente presentido, la santidad de Nazarín, frente a lo ténuemente confirmado, la locura del mismo personaje, la fuerza visionaria de la protagonista de "Halma", que en ocasiones otorga a la narración un atractivo velo de misterio, frente a la robusta praxis de aquellos que se aferran a la realidad circundante, la huida de la ciudad hacia un norte lóbrego y descuidado, frente a una primera salida hacia un suroeste mísero e infectado. Todo ello calafateado en una suerte de aglutinante religioso que, manifestado vívidamente por el propio comportamiento y por el léxico de los principales corifeos y sus grupos de admiradores y seguidores, raya unas veces en la frontera de lo heterodoxo, otras en la cursilería de la sacristía y del parlamento de las damas catequistas. Dicotomía en la acción y en el sentimiento, tan así es que sentimos, al concluir la lectura de "Halma", como si el círculo real de la narración se hubiera cerrado; frente a la vida y milagros de un mismo Jesucristo en "Nazarín", la figura de una Santa Teresa de Jesús que pretende iniciar su camino de salvación en "Halma".

Y frente a los principales protagonistas de ambas novelas, ya de suerte que la acción de uno se confunde y complementa con la del otro, aparecen otros personajes que, unos repitiendo papel en ambas novelas, los demás como nuevos invitados, conforman todo un andamiaje de acontecimientos que se engarzan a la perfección dentro de un todo que presupone, casi al final de la narración, una especie de ruptura con "el orden establecido", retorno hacia una anarquía primaria que supondrá un castigo para las voluntades demasiado ambiciosas de algunos protagonistas, premio para la sencillez y la reducida expresión del amor familiar básico en otros. El matrimonio final de Catalina con José Antonio de Urrea, antiguo calavera que queda bajo el amparo de la primera (en un vertiginoso cúmulo de propósitos, más semejantes a una redefinición de un “complejo de Edipo” satisfecho), se utiliza como prueba definitiva de la personalidad beatífica, y también práctica, de un Nazarín que, a la luz de su último consejo, queda definitivamente redimido.


Excelente novela, pues, que quizás adolezca del magnetismo y del aura misteriosa de “Nazarín”, aunque bien es cierto que dispone de suficientes elementos para atraer y mantener la atención del lector. Las últimas imágenes nos ofrecen la visión de un paraje inventado, Pedralba, pedanía ruinosa ubicada hacia el occidente de San Agustín de Guadalix, donde Catalina y José Antonio se disponen a rehacer su nueva misión. El resto de los protagonistas se desplazan hasta Alcalá de Henares, un último viaje que cerrará para siempre su itinerario vital. Un poco más lejano en el tiempo nos queda el Madrid de “Misericordia”, pero eso ya son otras palabras, mayores.


viernes, 25 de abril de 2014

SALIENDO HACIA EL SUROESTE DE MADRID




"NAZARÍN"                       BENITO PÉREZ GALDÓS
Encarnado en la idea de recuperación de la obra (aun pendiente de ser totalmente descubierta) del prolífico y célebre autor canario don Benito Pérez Galdós, me sumerjo en la lectura de "Nazarín", una de sus novelas más conocidas. El proceso inicial consiste, quede acreditado en estas líneas, en irme acercando a los libros de Galdós cuya temática tenga como punto de referencia la ciudad de Madrid, toda vez que pueden ser ellos objeto de estudio para posibles y futuras rutas literarias. Y este "Nazarín", sin duda alguna, ofrece a éste lector interesado esa posibilidad, si bien matizada por algunas características propias que, según indicaremos a continuación, le otorgan una personalidad "rutera" singular.

Al contrario que la novela del mismo autor "Misericordia", recientemente leída, "Nazarín" contempla un ámbito geográfico y local que no se desarrolla enteramente en la ciudad de Madrid, como es el caso exclusivo de la inicialmente mencionada. La gran ciudad es la protagonista de las dos primeras partes de "Nazarín" y, concretamente, sus barrios y arrabales del sur, cercanos a las salidas amparadas por los puentes de Toledo y Segovia, nos sirven de escenario para la presentación de los personajes y del ambiente, siempre cercano a la miseria, en el que se mueve la acción de la novela. Es a partir de la tercera parte y hasta su final (que se desarrolla desde la tercera hasta la quinta parte, cuando los protagonistas salen fuera de Madrid y la trama acontece en las poblaciones que conforman la salida suroccidental de la capital), el momento en que la geografía urbana se transmuta radicalmente en un localismo rural y, a la par se adivina, tanto en la narración como en el itinerario de los protagonistas, una estructura cíclica que supondrá un nuevo retorno al ámbito urbano, final de un trayecto de peregrinaje obligado por las propias características narrativas de la novela.

Hay muchos aspectos a destacar en "Nazarín" como estructura literaria perfectamente delimitada. En sus dos primeras partes Galdós nos presenta a los protagonistas principales de la novela, el cura Nazarín ("de perfil antropológico medio árabe"), las "perdidas" Andara y Beatriz que le acompañarán en su peregrinaje exterior, la tía Chanfaina y el "reporter" anónimo (trasunto de un probable "transcriptor" de los hechos que se narran durante la obra, muy en la línea de lo que sucede en "El Quijote" de Cervantes), todos ellos rodeados de un ambiente de miseria económica y moral que concluye, al "calor" de un incendio provocado, en la necesidad de una salida de la ciudad, fiel espejo del agobio existencial producido por la lucha descarnada por la subsistencia. Y en esta "huida hacia delante", fuera ya de los muros de la ciudad y adentrándose en las zonas rurales y agrícolas aledañas, es donde quizás nos encontramos con la trama narrativa más lograda e interesante de la obra de Galdós.

Una trama, un motivo, fielmente expresado por el principal protagonista Nazarín al comienzo de la tercera parte. "No huía de las penalidades, sino que iba en busca de ellas; no huía del malestar y la pobreza, sino que tras de la miseria y de los trabajos más rudos caminaba. Huía sí de un mundo y de una vida que no cuadraban a su espíritu, embriagado, si así puede decirse, con la ilusión de la vida ascética y penitente". Y a buena fe que nuestro cura peregrino encuentra esas penalidades y rudas labores, bien encarnadas en la miseria y la enfermedad a la que se enfrenta en las poblaciones agrícolas que visita, bien en el enfrentamiento contra los caciques rurales propios de la época y del lugar, bien en el sentimiento encontrado, la maledicencia y la incomprensión de una clase popular analfabeta, arcaica en sus formas y de comprensión primitiva. Más favorables unos ambientes que otros, el cura Nazarín "presiente", en el transcurso del nudo narrativo, un final problemático que se sucederá en las dos últimas partes de la novela.

Partes finales (cuarta y quinta de la novela) que evocan, de una manera clarividente, los días finales de Jesucristo desde su soledad del Monte de los Olivos hasta su crucifixión; imitación e imaginario en el que se regodea el autor anticipando y relatando hechos muy semejantes a tales acontecimientos, tanto en la propia narración como en el espíritu martirológico que el protagonista principal asume como último y definitivo ejemplo de una conducta asimilada al sacrificio personal, redención última de los pecados y culpas ajenas. Ignoramos, y aquí quizás se echa en falta una razón explicativa de Galdós durante el transcurso final de la novela, si las razones a tal comportamiento del protagonista Nazarín se deben a alguna especie de "iluminación divina", propiciada durante su estancia anacoreta en la torre derruida (escenario tan bien representado en la película homónima del insigne Luis Buñuel) o, por el contrario, tal decisión deviene lógica a la luz de las propias secuencias narrativas de un autor que, no lo dejemos pasar en vano, utiliza la psicología popular y el entramado histórico religioso como colofón en buena parte de sus novelas. Me inclino a pensar esto último.

Se cierran las imágenes, ya lo indicamos párrafos atrás, con un retorno a la gran urbe, lugar donde nuestro protagonista, siempre seguido por sus fieles "perdidas" y un último "buen ladrón" que se adhiere a la causa, se supone que dará justa causa por un comportamiento a todas luces incorrecto o anormal para las mentes dominantes de la época. Una postrera enfermedad le salvará seguramente del suplicio condenatorio y esa probable voz ficticia del "transcriptor", que nos ha ido dando relación fidedigna de los acontecimientos, se hace una sola voz con otra supuestamente divina que, feliz Nazarín por fín, le asegura una vida si no eterna si conminatoria a nuevas hazañas apostólicas. Un "continuará..." aparece como la última palabra que Galdós no escribió. Queda, en el magín del lector, un buen sabor de boca tras la lectura de "Nazarín". Una "road movie" literaria de las postrimerías del siglo XIX que, además de "hacernos ver" una potentísima secuencia de imágenes antiguas, nos plantea una serie de acontecimiento que, al poco de indagar en sus causas y efectos, nos coloca en una situación de incómoda similitud más de un siglo después.